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CHILE, ESPAÑA: dos maneras diferentes de afrontar una dictadura

Antoni Janer Torrens

Este año se han cumplido 30 años de aquel 11 de septiembre chileno de 1973 en que un golpe de Estado acabó con la vida del presidente socialista Salvador Allende y colocó en el poder, durante 17 años, al dictador Augusto Pinochet. El inédito clima de recuperación de la memoria histórica que caracterizó la celebración de la efeméride en el país sudamericano provocó en España una cierta envidia sana. Y es que respecto a nuestro particular 11 de septiembre chileno, el 18 de julio de 1936 -el día del Alzamiento Nacional que comportó 3 años de guerra civil y 36 de dictadura franquista- la amnesia es absoluta. En el siguiente reportaje, a partir de una lectura en profundidad de la dictadura de Pinochet y de Franco, se pretende analizar las diferentes maneras cómo las democracias de Chile y España han afrontado sus respectivos pasados autoritarios.

Septiembre en Chile es un mes de sentimientos encontrados. Es el mes del ocio donde, con motivo de las Fiestas Patrias, todo el mundo celebra con orgullo la Independencia de Chile de 1810 bailando cuecas y comiendo empanadas y anticuchos; pero también es el mes de las divisiones a causa de la conmemoración del golpe contra Allende. "Sobre los hechos del 11 de septiembre de 1973 no nos podremos reconciliar nunca, ya que es imposible que todos nos pongamos de acuerdo para aceptar una misma verdad histórica", apunta Max Colodro, un sociólogo asesor del gobierno chileno en temas internacionales.

Este año, la celebración del 30 aniversario del golpe de Estado se vivió con un especial espíritu de revisión histórica: a lo largo de los 13 años de democracia nunca se había hablado tan extensamente sobre aquellos hechos en seminarios, exposiciones y medios de comunicación -la televisión por primera vez enseñó las impactantes imágenes del bombardeo de los dos aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea chilena contra el Palacio de La Moneda-. De esta manera se terminó con la pretensión de "primero olvido, después reconciliación" del pinochetismo sociológico. Fue una labor divulgativa muy importante en un país de 15 millones de habitantes el 52% de los cuales tiene menos de 30 años.

La mirada al pasado también trajo un gesto político sin precedentes: la decisión del presidente Ricardo Lagos -el primer militante socialista en el poder después de Salvador Allende- de organizar una serie de actos institucionales para reivindicar la figura de su predecesor. Se instalaron dos placas conmemorativas en la sala del palacio presidencial donde se suicidó el ex líder socialista; la sala de audiencias del ministerio de Interior fue rebautizada con el nombre de Salvador Allende y en una de sus paredes se colgó un cuadro hiperrealista con su retrato; se reabrió la puerta Morandé 80, la histórica entrada privada de los presidentes de la República -clausurada por el régimen militar después del bombardeo-, por donde el 11 de septiembre de 1973 los bomberos sacaron el cuerpo sin vida de Allende cubierto por una manta; se celebró una ceremonia ecuménica en el interior de La Moneda con centenares de asistentes, donde los grandes ausentes fueron los partidos de la oposición; y se autorizó una multitudinaria manifestación en la Plaza de la Constitución, delante de la sede del ejecutivo. "Sólo falta que canonicen a Allende", dijo con ironía la esposa de Pinochet, Lucía Hiriart, en medio de esta avalancha de homenajes.

Desde el gobierno, nada se había hecho antes tan programado ni tan ceremonial en honor a Salvador Allende, excepto dos actos: en septiembre de 1990, con Patricio Aylwin recién elegido presidente, se le celebraron los primeros funerales oficiales; y en junio de 2000, a instancias de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, se instaló un monumento con su figura delante de La Moneda. Hasta el año pasado, las celebraciones del 11 de septiembre se reducían a una austera misa para recordar el quiebre de la democracia. De Salvador Allende no se hablaba para evitar viejas controversias que, sin embargo, terminaron por salir este año con las iniciativas conmemorativas de Lagos. La derecha pinochetista y la Democracia Cristiana (DC), uno de los integrantes de la Concertación -coalición de centroizquierda que gobierna Chile desde el regreso de la democracia en 1990-, se mostraron reticentes a rendir homenajes a un mandatario a quien siempre acusaron de provocar la crisis institucional que llevó al país al golpe de Estado de 1973.

Por lo que se refieren a la opinión pública, según un reciente estudio de la Fundación Ideas y la Universidad de Chile, el 27% de los chilenos aceptaría que Augusto Pinochet tuviera una estatua en la Plaza de la Constitución como la que también tiene Allende y un 64% aprobaría la realización de un debate profundo sobre el golpe militar y sus consecuencias. He aquí el debate.

 

Allende, el mito

La principal imagen que ha quedado para la posteridad de Allende es la de un presidente que el 11 de septiembre de 1973, en medio del fragor del bombardeo de La Moneda, con una serenidad admirable, se dirigió al pueblo chileno a través de una emotiva alocución radiofónica: "Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición".

Pocos minutos después Allende decidió quitarse la vida disparándose dos tiros a la cabeza con un fusil que le había regalado Fidel Castro; de esta manera evitó convertirse en botín de guerra de los sublevados. "They say that Allende committed suicide and is dead now" ("Ellos -los oficiales del ejército- dicen que Allende se suicidó y ahora está muerto"). Así, en inglés, para evitar posibles interferencias, un almirante dio la noticia a Pinochet en una conversación telefónica. Y a partir de aquí nació el mito del mártir de la democracia. Uno de los integrantes del gobierno del ex líder socialista ha afirmado que Salvador Allende, con su suicidio, "escondió muchos de los errores que, sin duda, cometimos como gobierno y se erigió en un figura gigantesca a nivel internacional". En este punto cabe recordar que durante muchos años se mantuvo la versión, difundida por Castro, que Allende había muerto asesinado por los golpistas. En 1990, sin embargo, una autopsia que se le practicó confirmó la versión del suicidio.

Mientras que para algunos el golpe militar que lideró el general Augusto Pinochet fue "legítimo y necesario" para evitar que Chile se convirtiera en una "dictadura totalitaria como la de Cuba", para otros fue el inicio de la instauración de un régimen del terror que terminó con la democracia representativa más larga de América Latina (150 años). Es necesario, pues, contextualizar los hechos para poder tener más elementos de valor.

De familia burguesa, médico de formación, político de una oratoria portentosa y eterno candidato a La Moneda -lo fue cuatro veces-, Salvador Allende ganó finalmente, a la edad de 62 años, las elecciones presidenciales chilenas el 4 de septiembre de 1970. La victoria fue con un 36,2% de los votos, liderando una coalición de izquierdas llamada Unidad Popular. Un 34,9% fue a parar al candidato de la derecha Jorge Alesandri, y un 27,8% al democratacristiano Radomiro Tomic. Después de un agitado debate en el Congreso, Allende fue ratificado como presidente electo gracias al apoyo de la Democracia Cristiana. Era la primera vez que un país de América Latina experimentaba un giro político hacia el socialismo mediante un proceso democrático y pacífico, alejado de la vía revolucionaria que había iniciado Fidel Castro en Cuba en 1959. La expectación era máxima.

La llamada por el mismo Allende "vía chilena hacia el socialismo" se caracterizó por una gran cantidad de reformas económicas y sociales; los beneficiarios serían las clases populares, y los perjudicados importantes grupos financieros y institucionales del país que desde el primer día sabotearon cualquier iniciativa del gobierno. Se trataba de un proyecto demasiado ambicioso que no contaba con un amplio consenso político. "Esto, sin embargo -recalca el sociólogo Max Colodro-, no fue un error de Allende sino del sistema político chileno de entonces que permitía que una coalición política pudiera llegar al poder con un tercio de los votos, con la mayoría en la oposición".

Al gobierno de la Unidad Popular pronto se le empezaron a complicar las cosas. Tasas inflacionarias a nivel de récord mundial, largas colas para adquirir comida, huelgas, violencia en las calles -promovida tanto por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) como por el grupo fascista Patria y Libertad-, mercado negro fuera de control, corrupción y una creciente polarización de las posturas de la izquierda y de la derecha fueron la tónica habitual a partir de 1971. En medio de este clima de tensión social y política, en noviembre de ese mismo año, se produjo la visita de compañerismo de Fidel Castro a Chile. El líder cubano, durante casi un mes entero, recorrió de norte a sur el país difundiendo discursos revolucionarios. Su presencia encendió todavía más los ánimos de la oposición.

¿Cuándo se inició la vía insurreccional para derrocar al gobierno de Allende? "Cuando en las elecciones parlamentarias de 1973, seis meses antes del golpe militar, la oposición no consiguió obtener los dos tercios del Congreso que necesitaba para destituir legalmente al presidente Allende; Allende consiguió entonces una mayoría suficiente para seguir gobernando", explica Colodro. Y es así como la oposición decidió preparar una declaración en la Cámara de Diputados para proclamar la inconstitucionalidad del gobierno. Fue el famoso Proyecto de Acuerdo, aprobado el 22 de agosto de 1973, considerado la señal tácita que recibieron las Fuerzas Armadas para pasar a la acción veinte días más tarde.

Algunos documentos certifican que la intervención militar se adelantó del 18 al 11 de septiembre para evitar la posibilidad de que Salvador Allende ganara un plebiscito sobre su continuidad en el poder que tenía previsto convocar por aquellos días. El 9 de septiembre, Carlos Altamirano, el secretario general del Partido Socialista de entonces, en un acalorado discurso que hizo en un Estadio de Chile lleno a rebosar, ya advirtió de las intenciones de las Fuerzas Armadas y previó una resistencia popular a la vietnamita que nunca se produjo.

 

Pinochet, un rebelde aupado por los EEUU

El 11 de septiembre de 1973 Salvador Allende desconocía que su "querido pinocho", aquel general silencioso que pocas semanas antes le había jurado lealtad incondicional como comandante en jefe del Ejército, era uno de los líderes de la sublevación. "Pobrecito, seguro que lo han hecho prisionero", dijo Allende a sus compañeros mientras resistía combatiendo en el Palacio de La Moneda. Los militares le habían ofrecido al ex líder socialista un avión para que él y su familia evitaran el bombardeo. La propuesta, sin embargo, tenía dobles intenciones. "Que se le ponga un avión; claro que, de camino, caen", ordenó por teléfono Pinochet a uno de sus subalternos.

Admirador de Napoleón, Pinochet se veía a sí mismo como el Bernardo O'Higgins -el padre de la Independencia de Chile- del nuevo siglo, el segundo salvador de la patria. Él, sin embargo, se había apuntado a la empresa militar a última hora; los verdaderos cerebros del golpe de Estado fueron Gustavo Leigh (comandante de la Fuerza Aérea) y José Toribio Merino (comandante de la Marina). A Pinochet le tocó presidir la Junta Militar que se constituyó una vez derrocado Allende por la autoridad que tienen dentro de las Fuerzas Armadas el cargo de comandante del Ejército. Aquel 11 de septiembre, la imagen del dictador debutante, franqueado por los suyos, cruzado de brazos y con unas sórdidas gafas obscuras, dio la vuelta al mundo como el icono del verdugo universal.

En un principio, para justificar el pronunciamiento militar, las Fuerzas Armadas declararon que habían actuado para instaurar la paz en un país donde predominaba el caos político, económico y social. Plantearon, además, la existencia de un supuesto Plan Zeta, "un autogolpe marxista" que, con armas importadas de la Unión Soviética y Cuba, pretendía asesinar toda la cúpula militar. Dejando de lado estos pretextos, lo cierto es que detrás de la crisis institucional que sufrió el gobierno de la Unidad Popular y el golpe de Estado de 1973 hubo la mano de los Estados Unidos, tal y como demuestran recientes documentos desclasificados.

En medio de la Guerra Fría -fruto de la bipolaridad política e ideológica entre los EEUU y la URSS después de la II Guerra Mundial-, para la Administración del presidente norteamericano Richard Nixon la experiencia socialista de Allende era una grave amenaza: se tenía que evitar que la revolución cubana se extendiera por el continente sudamericano, aunque en el caso chileno se hubiera utilizado la vía democrática. En las elecciones de 1964, con Johnson de presidente, los EEUU ya habían impedido que Allende se instalara en el Palacio de la Moneda, financiando la candidatura del democratacristiano Eduardo Frei Montalva y una fuerte campaña de desprestigio del líder socialista impulsada por el diario El Mercurio y Radio Agricultura.

A pesar de este permanente boicot internacional, en 1970 finalmente Allende se salió con la suya. Al conocer su victoria, Nixon enseguida puso en marcha una estrategia para hacer "gritar de dolor la economía chilena" y hacer así la vida imposible al "hijo de puta" de Allende, tal y como ha explicado Richard Helms, ex presidente de la CIA, la Agencia Central de Inteligencia norteamericana. El secretario de estado de los EEUU ,Henry Kissinguer -que en el mismo 1973 fue galardonado con el Premio Nobel de la paz por su papel en el fin de la guerra de Vietnam-, también se mostró indignado con el nuevo destino de Chile. "No veo razón por la cual a un país se le tiene que permitir hacerse marxista porque su gente es irresponsable". La intervención de los EEUU en los asuntos internos del país andino fue denunciada en diciembre de 1972 por Allende ante la Asamblea de Naciones Unidas.

En los años setenta los EEUU ya tenían experiencia en desestabilizar democracias de América Latina. De su mano subieron al poder un buen número de dictadores: destacan Adolfo Stroessner en Paraguay (1954-1989), Joao Figueredo -uno de los muchos- en Brasil (1964-1985), Hugo Banzer en Bolivia (1971-1982) y J.M. Bordaberry en Uruguay (1972-1985). Después de haber colocado Pinochet en Chile, fue el turno de Videla y Galtieri en Argentina (1976-1983). A través de la conocida Operación Cóndor y con el beneplácito de la Casa Blanca, todas estas dictaduras diseñaron en conjunto terribles políticas represivas contra los socialistas refugiados no sólo en cada uno de sus respectivos territorios sino también en Europa o los EEUU.

Hoy en día, terminada la Guerra Fría -terminó en 1991 con la disolución de la Unión Soviética-, los EEUU ya han manifestado en diversas ocasiones su rechazo hacia su pasada política internacional en América Latina y en Chile en particular. En 2002 la CIA criticó duramente sus operaciones contra Allende y el apoyo que dio a la dictadura de Pinochet. Más recientemente, el pasado mes de abril de 2003, el secretario de estado norteamericano Colin Powel reconoció que su país no se siente "orgulloso" del papel que ha desempeñado en la historia política de Chile.

 

El legado de Pinochet

Hay un hecho indiscutible sobre los hechos de 1973: nadie imaginó que la dictadura que se instauró fuera tan sangrienta y duradera. Se esperaba que las Fuerzas Armadas estuvieran en el poder el tiempo necesario para restablecer la institucionalidad interrumpida. Al final fueron 17 los años de régimen militar, 3.000 el número de víctimas y un millón el de exiliados. Para los más recalcitrantes pinochetistas, se trató de "excesos" inevitables en medio de un clima de confrontación social, el coste mínimo que tuvo que pagar el país para recuperar la normalidad institucional. Y de hecho, dicen que si, por ejemplo, se compara la dictadura de Chile con la de Argentina, que dejó 30.000 víctimas, tampoco hay para tanto; se olvidan, sin embargo, que Argentina es mucho más grande que Chile y tiene mucha más población. Aún así, por miedo a que alguien pudiera malinterpretar sus fechorías, Pinochet quiso asegurar su impunidad y la de sus hombres con la aprobación de la Ley de Amnistía de 1978.

En medio de esta política del terror -con la DINA (la policía secreta de la dictadura) como principal impulsora-, uno de los principales éxitos que se apuntó el régimen militar fue la estabilización de la economía gracias a un modelo neoliberal a ultranza que implantó un grupo de asesores de la Escuela de Chicago, los famosos Chicago boys -Pinochet, según confesión propia, nunca supo mucho de economía-. La apuesta por el libre comercio, la eliminación de los controles de precios, la unificación de los tipos de cambio, la flexibilización de los tipos de interés y la reducción de los aranceles aduaneros y el gasto público, tuvieron unos efectos muy positivos para el saneamiento estructural de la economía; estos hitos, sin embargo, tuvieron un coste social enorme: las clases medias y bajas perdieron poder adquisitivo o virtualmente se hundieron en la pobreza.

La progresiva consolidación de Pinochet a la cabeza de su dictadura personalista registró dos momentos clave: el plebiscito del 4 de enero de 1978 "en apoyo al presidente en su defensa de la dignidad de Chile", que obtuvo un 75,3% de votos favorables -este plebiscito fue convocado como desagravio a la condena de la ONU por las graves violaciones a los derechos humanos que se cometían en el país andino-; y el referéndum del 11 de septiembre de 1980 sobre la nueva Constitución, con un 67% de partidarios. Las dos consultas populares estuvieron totalmente controladas por el Ministerio de Interior y no dispusieron de propaganda contraria a las consignas oficiales.

La sorpresa llegó el 5 de octubre de 1988. Aquel día, de acuerdo a la Constitución de 1980, el general sometió a plebiscito la expiración de su mandato o su renovación por ocho años más: ganó el NO a su continuación en el poder, con un 54,6% de los votos. En la victoria tuvieron un papel importante los ingeniosos spots electorales del NO que esta vez sí que fueron autorizados. Tal y como ha relatado recientemente en un libro de memorias el ex general de la Fuerza Aérea Fernando Matthei, Pinochet estuvo tentado de ignorar entonces los resultados de la consulta popular provocando otro golpe de Estado. Finalmente se resignó a abandonar el Palacio de La Moneda y se convirtió así en uno de los pocos dictadores del mundo que, después de convocar un plebiscito, encajaba el rechazo popular y actuaba en consecuencia. El 14 de diciembre de 1989, en las primeras elecciones democráticas celebradas en el país desde 1970, el candidato del régimen militar, Hernán Büchi, ex ministro de Hacienda, sólo consiguió un 29,4% de los sufragios y fue abatido, con casi el doble de los votos, por el dirigente democratacristiano representante de la Concertación, Patricio Aylwin.

A pesar del regreso de la democracia, Pinochet aún continuaba demasiado presente en la vida política de Chile, directa e indirectamente. Directamente, primero como comandante en jefe del Ejército y después, a partir de marzo de 1998, como senador vitalicio intocable -este cargo que creó aposta para él también sería para los futuros ex presidentes que hubieran gobernado un mínimo de 6 años-. E indirectamente, a través de la Constitución de 1980, todavía hoy vigente, que contempla, entre otras cosas, senadores designados por las Fuerzas Armadas, la imposibilidad presidencial de sacar a los jefes militares y un irracional sistema de representación del voto ciudadano, llamado "binomial". El "binomial" estipula que la primera y la segunda fuerza obtienen el mismo número de representantes, y se deja sin legisladores la tercera para asegurar un espacio de poder a una derecha sobrerepresentada en el Parlamento.

 

La pesadilla del ex dictador

Habiéndolo dejado todo bien arreglado para poder disfrutar de una tranquila jubilación, Pinochet sufrió la primera pesadilla de su vida el 16 de octubre de 1998 cuando, mientras se recuperaba de una operación de hernia discal en una clínica de Londres, recibió una orden de detención dictada por el juez español Baltasar Garzón. Se le acusaba de "genocidio, terrorismo y torturas". El documento enumeraba 91 casos concretos de ciudadanos españoles que habían sido eliminados por la dictadura chilena después de haber sufrido "detención ilegal" y "torturas". Por primera vez un ex jefe de Estado con antecedentes delictivos de esta naturaleza en su territorio nacional era detenido en otro país a causa de la falta de acción de los tribunales locales. Era un toque de alerta para otros dictadores que, como el chileno, viajaban por el mundo impunemente. Al informe de Garzón pronto le siguieron otras demandas de extradición de Francia, Alemania y Suecia, relacionadas con otros desaparecidos -nombre con el que se suele designar a la mayoría de personas que, a pesar de que fueron asesinadas, no tienen ningún certificado de defunción-.
Empezó entonces un largo proceso político y judicial que retuvo a Pinochet en Londres durante año y medio. La cámara de los lores británica estableció que el ex dictador no poseía inmunidad y abrió la puerta a su extradición a España para que fuera juzgado. Finalmente, de acuerdo a los resultados de unos exámenes médicos que había solicitado el gobierno chileno -la presión militar que recibió el presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle fue muy fuerte-, el ministro de Interior británico, Jack Straw, decidió liberar a Pinochet por razones de salud. "La decisión final del gobierno británico de dejarlo marchar no es porque lo consideren inocente sino por razones humanitarias, porque tiene problemas de salud como los que tiene cualquier persona mayor de 80 años y esto tiene un valor simbólico muy importante para la historia de Chile", afirma Colodro.

El 3 de marzo de 2000 Pinochet regresaba a Chile y al salir del avión ya dejó entredicho su débil estado de salud. El ex dictador no tuvo ningún reparo en levantarse de la silla de ruedas y avanzar por la pista del aeropuerto como si de repente hubiera resucitado. La escena se produjo al son de himnos nacionales y en medio de la ovación de todo el estamento militar del país. A pesar del triunfalismo de sus partidarios, Pinochet había llegado a un país cambiado: había un consenso inédito, bastante amplio, de que la justicia chilena podía y tenía que seguir los pasos de su homóloga española. Muchos de los que se habían opuesto a lo que consideraban una injerencia extranjera en los asuntos de la nación, pedían ahora el procesamiento del general.

Aún así, hasta el día de hoy ninguna de las demandas que se han presentado contra Pinochet en los tribunales de Santiago ha prosperado a causa de la "alienación mental incurable" que siempre han esgrimido los abogados del acusado. En contra de los tópicos que estigmatizan la derecha, el juez instructor del Caso Pinochet, Juan Guzmán, resulta ser un miembro de la burguesía chilena, de ideología conservadora, que ha afirmado que para él el golpe de 1973 fue un "alivio". Por lo que respecta a Pinochet, cabe decir que, aunque hoy fuera procesado, la pena que le caería sería mínima debido a su edad -pronto cumplirá 88 años-: la justicia chilena prevé que un condenado de más de 70 años sólo puede ser detenido en su residencia.

En julio de 2000 el ex dictador se retiró definitivamente de la escena pública al renunciar a su cargo de senador vitalicio. "Tengo la conciencia tranquila y la esperanza de que el día de mañana se valore mi sacrificio de soldado y se reconozca que todo lo que hice a la cabeza de las Fuerzas Armadas no tuvo ningún otro objetivo que no fuera la grandeza y el bienestar de Chile", dijo en esa despedida. Ahora, sin embargo, desde el más absoluto ostracismo político, afectado por una grave diabetes, Pinochet se resigna a que 30 años después de su aventura militar la mayoría de sus compatriotas le hayan dado la espalda y hayan olvidado su legado. Incluso sus tropas también se han desentendido de él. A principios de enero pasado el comandante jefe del ejército de tierra, el general Juan Emilio Cheyre, a través de un artículo publicado en el diario La Tercera, desmarcó su institución de la figura del ex dictador y, por primera vez, condenó de forma explícita las violaciones de los derechos humanos cometidas durante su régimen. En julio ocho ex generales miembros de la Junta Militar también hicieron pública una carta en la que daban apoyo a las afirmaciones de Cheyre. Y para mayor inri de Pinochet, a la cabeza del actual Ministerio de Defensa se encuentra Michelle Bachelet, víctima de torturas durante la dictadura e hija de un general de la Fuerza Aérea que fue leal a Allende y que murió en la prisión.

Los derechos humanos

El proceso judicial contra Pinochet en Londres fue un factor muy importante para reactivar en Chile y en el mundo el tema de las violaciones a los derechos humanos. Las víctimas de torturas y los familiares de desaparecidos, por primera vez en 26 años, habían visto atendidas sus peticiones, aunque hubiera sido gracias a la intervención de un país extranjero, España. En Chile, la joven democracia de entonces no se había atrevido todavía a hacer justicia; se conformaba con haber entonado un simbólico mea culpa y haber revelado el número total de víctimas de la represión con el famoso Informe Rettig que en marzo de 1991 elaboró la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación a instancias de Patricio Aylwin. En agosto de 1999, con Pinochet en Londres, el presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle creó la Mesa de Diálogo, la cual por primera vez juntó a víctimas con victimarios, es decir, los militares. El encuentro, que también contó con la participación de políticos, abogados y asociaciones humanitarias, tuvo como principales resultados la designación de jueces especiales para los casos de violaciones a los derechos humanos y la entrega por parte de las Fuerzas Armadas de un informe sobre el paradero de 200 detenidos desaparecidos. Este informe, sin embargo, no sólo resultó parcial sino que en la mayoría de los casos errada y ocultó las exhumaciones ilegales de cadáveres con las que se había intentado ocultar el descubrimiento masivo de víctimas una vez restablecida la democracia.

Este año el presidente Lagos también quiso aprovechar el simbolismo de los 30 años del golpe de Estado para aportar su granito de arena en el conflictivo tema de los derechos humanos. El pasado mes de agosto presentó un plan de consenso en que se estableció, entre otras, tres medidas de gran relevancia: la entrega de una indemnización "austera y simbólica" a los torturados y expresos políticos; la designación de más jueces especiales para acelerar los juicios en curso; y la diferenciación entre los que recibieron órdenes y los que planificaron las atrocidades de la represión -los primeros disfrutaran de ventajas procesales como la inmunidad, la rebaja o la conmutación de penas con la finalidad de que entreguen información sobre el paradero de las víctimas, y los segundos deberán ser procesados de acuerdo a la "legislación vigente". Gracias a una medida parecida a esta última, en Sudáfrica declararon siete mil personas.

La propuesta de Lagos, que no pretende ser una "solución definitiva" al tema de los derechos humanos en Chile, dejó insatisfechos a los organismos de los familiares de las víctimas. Ellos esperaban más: que se derogase la Ley de Amnistía -como hizo en Argentina el actual presidente Néstor Kirchner- y que no se concediera ningún tipo de impunidad a los victimarios. Opinan, en definitiva, que la iniciativa favorece más los intereses de los militares que no los suyos. Colodro entiende a este colectivo por el dolor que supone la pérdida de un ser querido pero al mismo tiempo se muestra realista: "A los familiares de los detenidos desaparecidos, por el dolor que sienten, les cuesta mucho valorar los avances que ha habido. En este país actualmente hay más de 300 procesos abiertos, más de 100 miembros de las Fuerzas Armadas procesados, muchos de ellos detenidos; la mayoría de los crímenes se han esclarecido. Ellos no aceptan nada que no sea el 100% de justicia y verdad sin concesiones y yo les entiendo. En estos casos, sin embargo, no hay reparación posible, la solución ideal no existe".


El 11 de septiembre chileno en España

En un artículo publicado el pasado 10 de septiembre en el diario catalán Avui, Vicenç Navarro, catedrático de Ciencias Políticas de la UPF, manifestaba la consternación que sintió ahora hace cinco años cuando en España todos los medios de comunicación se posicionaron a favor del juicio contra Pinochet pero mantuvieron un absoluto silencio sobre las atrocidades que provocó la dictadura de Franco. Navarro afirmaba que "nuestro 11 de septiembre de 1973 fue el 18 de julio de 1936". Y es que ese día, tal y como pasó en Chile años después, un golpe militar apoyado por grupos económicos e institucionales interrumpió el proceso democrático de una II República presidida desde abril de 1936 por el Frente Popular, un gobierno de izquierdas con un fuerte compromiso social similar al de Allende.

El llamado Alzamiento Nacional, liderado por el general Sanjurjo y otros militares destacados en diferentes puntos de España -Franco en el norte de África, Queipo de Llano en Andalucía, y Mola en Navarra-, tenía como objetivo, según los mismos insurrectos, poner fin al desorden social y político que vivía el país entonces. Lo cierto, sin embargo, es que el complot militar ya se había iniciado unos cuantos meses antes del éxito electoral del Frente Popular. A pesar de esto, la resistencia popular con la que se encontraron los rebeldes hizo que lo que se preveía como un golpe rápido se transformase en una guerra civil que duraría 3 años, hasta el 1 de abril de 1939. En la contienda española se reflejó el enfrentamiento ideológico entre la izquierda y la derecha europeas que al cabo de poco tiempo escenificaría la II Guerra Mundial (1939-1944). Mientras que Italia y Alemania enviaron tropas y armamento al bando nacional, la URSS hizo lo mismo con el bando republicano o rojo.

La muerte accidental de Sanjurjo pronto concedió un importante protagonismo a Franco: en octubre de 1936 el segundo futuro dictador de la España del siglo XX -el primero había sido el general Miguel Primo de Rivera (1923-1930)- fue nombrado jefe de Estado y Generalísimo por el hecho de que sus tropas, procedentes de Marruecos, fueran las primeras en llegar a las puertas de Madrid anunciando lo que parecía el final inminente de la guerra. Más adelante Franco se convertiría en Caudillo supremo: jefe de Estado, del ejército y del Movimiento político. Durante el conflicto, el presidente de la II República, Manuel Azaña, todavía ejercía su cargo; en febrero del 1939, sin embargo, ante la ya cantada victoria de los nacionales, dimitió y se exilió a Francia, donde murió en 1940. En el exilio, la institución de la República Española se mantuvo en pie desde 1945 hasta 1977 con el reconocimiento diplomático oficial de varios países, México y Yugoslavia entre otros.

 

El legado de Franco

Los 3 años de guerra civil y los 36 años de dictadura franquista (1939-1975) superaron con creces los sangrientos resultados del golpe militar y los 17 años del régimen de Pinochet en Chile. En nuestro país 200.000 personas murieron en campos de concentración o fusilados, 30.000 desaparecieron, 300.000 pasaron por la prisión y cerca de un millón se exiliaron principalmente a México y Francia. Expertos en política comparada han definido la dictadura franquista como la más cruel y sangrienta de la Europa occidental del siglo XX, junto a la nazi alemana y la fascista italiana. Franco justificó la represión como respuesta a los abusos que habían cometido los rojos contra los nacionales.

Ciertamente, los dos bandos practicaron la violencia pero hubo diferencias cuantitativas y cualitativas. Mientras que la llamada violencia revolucionaria acostumbraba a ser más espontánea, los nacionales la habían planificado desde el primer momento. Mientras que el gobierno de la República intentó mantener el control -a menudo de manera infructuosa- sobre los elementos extremistas, los generales sublevados como Mola, Queipo o el mismo Franco lanzaron consignas para extender una dura represión que contó, como en ningún otro país, con la colaboración de la Iglesia católica.

En España, a lo largo de los 26 años de democracia, ante las impactantes cifras de las atrocidades de la dictadura, no ha habido nunca ningún intento de hacer justicia con el pasado como el que se ha realizado en Chile estos últimos años; no se ha creado ninguna Comisión de la Verdad ni ningún militar ha ido a la prisión. La amnesia, además, ha sido absoluta en todos los ámbitos. Según una reciente encuesta (El País, 19-10-02), el 36,8% de la juventud española (de 12 a 18 años) cree que una dictadura puede ser necesaria en ocasiones o que tanto da que tengamos una dictadura o una democracia siempre y cuando haya orden y progreso.

Así las cosas, no es extraño que el gobierno español haya desoído la petición de la Agencia de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de ayudar a los familiares de los desaparecidos republicanos a encontrar sus cuerpos, y la petición de justicia haya sido marginada, adjetivándola de revancha. Justo ahora por todo el país se han empezado a constituir las asociaciones de víctimas del franquismo que luchan para recuperar la memoria histórica y se han empezado a realizar de manera sistemática las exhumaciones de las fosas comunes de los desaparecidos. De estas exhumaciones se encargan grupos de voluntarios, que cavan allí donde la memoria popular dice que los nacionales enterraron a sus enemigos. No es necesario decir que casi ninguno de los rojos represaliados por la dictadura tiene un placa o un monumento que honore su memoria. Franco, en cambio, todavía disfruta de una importante presencia iconográfica en calles y edificios del país. Se trata de los símbolos que España heredó de los años del antiguo régimen autoritario.

En el capítulo de la represión franquista merecen una mención especial los niños, hijos de republicanos: en la mayoría de casos, o bien eran evacuados al extranjero por las autoridades republicanas durante la guerra civil, o bien nacían o ingresaban en la prisión con sus madres. A los primeros, la dictadura los solía obligar a regresar a España sin el consentimiento de sus padres, les cambiaba los apellidos y, a través de las adopciones ilegales ("prohijamiento", como se decía en aquellos tiempos), los entregaba a otras familias ya que las suyas propias eran consideradas "no aptas" a causa de su pasado político.

Por lo que respecta a los segundos, las malas condiciones higiénicas y de alimentación hicieron que muchos de ellos murieran en la prisión; otros, los más "afortunados", estuvieron privados de libertad hasta que fusilaban a la madre o hasta que ésta salía en libertad. Pero la edad máxima hasta la cual los niños podían estar en la prisión eran los tres años. Entonces, si las madres no tenían familia a quien enviar a sus hijos, la dictadura los ingresaba en colegios religiosos o hospicios de Auxilio Social. Y esto, que podía parecer una buena solución, era lo que más temían los padres: de estas instituciones, los niños salían o completamente transformados, educados para odiar los ideales rojos de sus progenitores, o imbuidos de una religiosidad que los podía conducir a hacerse monjas o sacerdotes. Detrás de todas estas operaciones había la truculenta figura del psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, jefe del Servicio de Psiquiatría del Ejército. Según él, el comunismo era una "enfermedad degenerativa", de la cual era necesario "salvar" la nuevas generaciones de "raza española".

En el ámbito mediático, estos últimos años tanto los desaparecidos como los niños republicanos han empezado a salir del olvido gracias a la emisión de documentales especiales que la televisión autonómica catalana TV3 les ha dedicado. Estos documentales, sin embargo, no han tenido mucha suerte en su difusión estatal: aparte de Cataluña, sólo se han presentado en el País Vasco y en Andalucía (en esta última a la 1 de la madrugada). Para toda España, el pasado ya se repasa con la exitosa serie Cuéntame cómo pasó de TVE, la cual, aparentemente exenta de intencionalidad política, ha sido criticada de trivializar el marco de represión social, cultural y política de la sociedad franquista. Por otro lado, en cuanto al cine, recientemente también ha habido importantes intentos de revisión histórica con películas como Silencio Roto -centrada en los maquis, los guerrilleros antifranquistas-, Soldados de Salamina -que tiene como principal protagonista Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de La Falange- o ¡Buen viaje, excelencia! -una parodia de los últimos días de Franco en su residencia de El Pardo-. Y por lo que respecta a las exposiciones, cabe destacar las muestras Exilio y Las prisiones de Franco, exhibidas en Madrid y Barcelona respectivamente entre este año y el anterior.

 

Franco y la comunidad internacional

Un hecho curioso de la dictadura de Franco fue la pasividad con la que fue vista desde el exterior. Y es que, terminada la II Guerra Mundial -en la que España no tuvo una implicación directa-, los vencedores no hicieron ningún intento para liquidar el franquismo. Según los historiadores, esto se explicaba, en parte, por el deseo de las grandes potencias -excluyendo la Unión Soviética- de no complicar más el rediseño del mapa de Europa, cosa que, en el caso de España, podría haber conducido a una reedición de la Guerra Civil. Finalmente, existía el convencimiento de que una vez desaparecidas las potencias del Eje el régimen de Franco se deterioraría y se hundiría sólo, tal vez de manera gradual y menos traumática.

Al término de la contienda mundial, en un primer momento España sufrió un fuerte aislamiento diplomático. Sin embargo, a medida que crecía en Europa la tensión entre los países occidentales y la Unión Soviética, prediciendo lo que sería la guerra fría, Franco pudo constatar que el aislamiento tenía los días contados: el insistente anticomunismo del régimen y la posición geoestratégica de España terminarían resultando útiles en el nuevo contexto europeo. Efectivamente, a partir de 1948 la actitud de los EEUU y la de la mayoría de países occidentales hacia el franquismo se hizo cada vez más complaciente. En noviembre de 1950 la ONU aceptó finalmente la dictadura de Franco en los organismos internacionales. En 1953 llegaron los acuerdos hispanonorteamericanos en virtud de los cuales Estados Unidos rearmarían el ejército español, a cambio de la concesión de bases navales y aéreas. Y en 1959 España ingresó en la Organización Europea de Cooperación Económica, en el Fondo Monetario Internacional y en el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento. Los frutos de todos estos logros no tardaron en llegar: en los años sesenta se produjo el llamado milagro económico español gracias a la masiva inversión de capital extranjero, el turismo y la emigración de trabajadores españoles a los países europeos más ricos. Socialmente, durante esa época la clase media española creció notablemente y, en parte, constituyó el apoyo social del régimen.

Así pues, pasaban los años y Franco se mantenía en el poder. Mientras que en Portugal el 25 de abril de 1974, en la famosa Revolución de los Claveles, los militares revolucionarios consiguieron derrocar el régimen fascista de Antonio Salazar, poniendo así fin a una dictadura de 47 años, en España, en cambio, la beligerancia contra la autoridad era prácticamente nula -prevalecía una actitud de displicencia y desinterés-. Las únicas excepciones a destacar fueron las acciones de dos grupos terroristas: el comando de extrema izquierda FRAP (Frente Revolucionario Antifascista Patriótico) y el movimiento de independentismo armado ETA ("Euzkadi ta Askatasuna", traducido al castellano "País Vasco y libertad"), todavía hoy en activo. Este último, en diciembre de 1973, mató, en un espectacular atentado en pleno centro de Madrid, al almirante Carrero Blanco, el hombre llamado a continuar el régimen de Franco después de su muerte -en junio de 1973 Franco le había transferido las funciones de jefe de gobierno-. El régimen reaccionó duramente decretando penas de muerte que provocaron un enorme rechazo internacional. El franquismo terminaría el 20 de noviembre de 1975 con la muerte del dictador a la edad de 83 años. Pinochet fue el único jefe de Estado del extranjero que asistió a sus funerales.

 

La transición "modélica" de España

Cuando en marzo del 2000 el gobierno de Tony Blair decidió liberar a Pinochet por razones de salud e impidió, por tanto, que se le juzgara en España, la prensa apuntó a un pacto secreto entre los gobiernos chileno, británico y español con el fin de terminar con una situación incómoda para los tres. España -que había tramitado la petición de extradición del juez Baltasar Garzón amparándose en la obediencia que todos deben al poder judicial- temía que la llegada del ex dictador cuestionara la "modélica" transición hacia la democracia, de la cual los torturadores y asesinos franquistas habían sido los grandes beneficiarios gracias a la ley de amnistía de 1977.

La "modélica" transición española se inició después de la muerte del dictador. Su principal artífice fue, en contra de lo que estaba previsto, el rey Juan Carlos I, que, en junio de 1969, había sido nombrado sucesor en la dirección del Estado por el mismo Franco. Algunos analistas políticos consideran que la falta de justicia que hubo entonces con el franquismo fue fruto del desequilibrio de fuerzas entre la derecha y la izquierda: las primeras tenían mucho más poder que las segundas, las cuales se encontraban débiles debido a la enorme represión sufrida durante la dictadura.

Así las cosas, Chile no entendía que un país que había pasado página a su pasado imponiendo el olvido y la impunidad y que no había entonado ningún mea culpa, se atreviera ahora a impartirles justicia. En este punto conviene decir que, una vez que Pinochet ya estuvo en casa, el 20 de noviembre de 2002 el Congreso de Diputados de España aprobó finalmente por unanimidad una resolución de condena a la dictadura y de reconocimiento moral a sus víctimas. Hasta entonces, en todas las legislaturas de la era democrática, ya se habían realizado abundantes intentos de repulsa al franquismo, pero todos ellos se habían encontrado con la negativa del PP -se oponía en parte por sus orígenes históricos, en parte por miedo a herir la sensibilidad de sectores importantes de su electorado que se sienten identificados con aquel régimen-. Esta vez, sin embargo, la condena se diluyó un poco en el rechazo global a toda fórmula violenta: "El Congreso reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, ya que esto merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática".
Por lo que se refiere a las víctimas, la resolución del Congreso instó al Gobierno central a apoyar "cualquier iniciativa promovida por los familiares" e impulsar una "política integral de acción protectora económica y social de los exiliados de la Guerra Civil, así como de los llamados niños de la guerra". A pesar de esta invitación, de momento, sin embargo, tal y como se ha dicho anteriormente, los familiares de los desaparecidos todavía no han recibido ninguna ayuda por parte de la Administración en las tareas de exhumación de las fosas comunes. Por otro lado, durante los últimos meses las quejas de este colectivo han derivado directamente en indignación al saberse que el gobierno español financia la Fundación Francisco Franco y los trámites de repatriación de los cuerpos de los que combatieron en la División Azul -el pelotón de soldados que Franco envió al frente ruso para ayudar a las tropas de Hitler en la II Guerra Mundial-. En este marco de agravio comparativo también conviene recordar el caso de los papeles del Archivo de Salamanca. Parte importante de este archivo está formado por documentos que durante la Guerra Civil, con el objetivo de obtener más información sobre el enemigo, las tropas franquistas expoliaron a partidos, sindicatos y particulares del bando rojo de diferentes puntos de España. Actualmente el Ejecutivo central se niega a devolverlos a sus respectivos propietarios apelando a la necesidad de que haya un único centro de documentación histórica. Para algunos estudiosos, sin embargo, en el fondo, detrás de este argumento se esconde la defensa de la legitimidad de la victoria de los nacionales en 1939.

La falta de una política ecuánime para resarcir las injusticias del pasado puede no sorprender si tenemos en cuenta la manera cómo se hizo la condena oficial del franquismo en el Parlamento. La resolución, que para muchos llegó un poco tarde -27 años después de la muerte de Franco-, se aprobó "para terminar de una vez con el rosario de iniciativas parlamentarias sobre este tema [una repulsa directa del anterior régimen autoritario]" y "para sacar la guerra del debate parlamentario", tal y como aseguró el portavoz popular en la comisión constitucional de la cámara baja, Manuel Atencia. Es decir, en nuestro país la condena de la dictadura se hizo como una concesión para evitar el desgaste político que supone la negativa de hacerlo y no desde la más firme convicción democrática de repudiar cualquier régimen que viola los derechos humanos.


Chile y España, las diferencias

Chile y España son dos países unidos por la tragedia de las dictaduras y separados por sus respectivos procesos de transición hacia la democracia. En un artículo publicado en el diario español El País el 27 de septiembre de 1999, Jordi Solé Tura, diputado para el PSC-PSOE y uno de los padres de la Constitución de 1978, contaba que, meses antes del referéndum de 1988 que perdió Pinochet, fue invitado a Chile para dictar conferencias y para reunirse con representantes de todos los partidos de la oposición. El tema central de sus discusiones fue si había lecciones que aprender de la transición española. Solé Tura explicaba a su auditorio que por muchas que fueran las similitudes entre uno y otro proceso, había también diferencias básicas. "La primera era que nosotros habíamos iniciado y completado la transición con Franco muerto y ellos la deberían iniciar y pilotar con su Franco vivo. La segunda, que en España habían transcurrido cuarenta años desde la guerra civil y en Chile el golpe militar que acabó con la democracia era muy reciente".

El político catalán continuaba argumentando las diferencias de la siguiente manera: "En España habían entrado en escena nuevas generaciones, las memorias de nuestra espantosa guerra continuaban vivas pero muy alejadas de la vida cotidiana, las Fuerzas Armadas eran todavía un reducto del franquismo pero ya no estaban en condiciones de imponer un régimen militar y, además, estábamos en una nueva Europa, que se lamía sus terribles heridas pero se encaminaba hacia un nuevo proyecto de paz, unión y prosperidad. En Chile, en cambio, las memorias eran inmediatas, las heridas no se habían curado, las Fuerzas Armadas seguían siendo el factor fundamental de la vida política y en el continente americano persistía la presión de Estados Unidos para alimentar una guerra fría que no admitía concesiones ni aperturas y metía todo lo que no le gustara en la caja del 'comunismo internacional'".

Este año Chile ha culminado el examen de conciencia sobre la dictadura con la celebración del 30 aniversario del golpe contra Allende. Ahora, según ha manifestado el propio presidente Ricardo Lagos, sólo falta reformar la Constitución pinochetista para concluir la transición iniciada hace 13 años. La muerte del ex dictador, si no se anticipa, será el epílogo. Para que ocurra esto parece, no obstante, que todavía se tendrá que esperar un poco, ya que, tal y como dicen en el país andino para referirse a la actual salud de hierro de Pinochet, "hierba mala nunca muere".

En España la transición ya se da por finalizada: algunos historiadores afirman que se terminó con las primeras elecciones legislativas de 1977 -que dieron la victoria a la opción centrista de la UCD de Adolfo Suárez -, otros con la derrota electoral del PSOE de Felipe González, diecinueve años más tarde. El camino hacia la democracia no fue fácil: basta recordar los atentados terroristas de ETA y el grupo de extrema izquierda GRAPO (Grupo Revolucionario Antifascista Primero de Octubre) que tuvieron como respuesta otras acciones armadas de comandos de la extrema derecha. En total, a causa de la violencia política, desde la muerte de Franco hasta las elecciones de 1977, en España murieron 60 personas. Durante esa época, además, según Amnistía Internacional, las torturas a detenidos por razones políticas estaban a la orden del día en las comisarías. Pero tal vez cuando más seriamente se vio en peligro el nuevo rumbo de España fue el 23 de febrero de 1981. Ese día un grupo de guardias civiles comandados por el teniente coronel Antonio Tejero asaltó el Congreso de los Diputados, durante la investidura del nuevo candidato por la UCD, Leopoldo Calvo Sotelo. El "pronunciamiento" de Tejero fracasó, no contó con un amplio apoyo de las Fuerzas Armadas del resto del Estado, con la excepción de las de Valencia. En este desenlace, el rey Juan Carlos I, que controló la situación, tuvo un papel decisivo.

En medio de estos trasiegos se produjo el 6 de diciembre de 1978 la aprobación de una nueva Constitución que tuvo como prólogo el futuro epílogo chileno -Franco murió en 1975-. Durante estos últimos años han empezado a surgir voces partidarias de reformar la Carta Magna. La democracia española, sin embargo, a diferencia de la chilena, tiene todavía una asignatura pendiente: el examen de conciencia sobre su pasado franquista. Conviene tener siempre en cuenta una cita del escritor checoslovaco Milan Kundera que dice: "La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido".

antjaner@yahoo.es


Bibliografía

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